Cuando la vida se nos vuelve monótona, el tiempo pasa como un rayo; cuando nada parece que nos estimula, el tiempo corre que vuela, aunque en ambos caso, se convierte en una pesada losa que parece asfixiarnos. Esa es la señal para saber que uno está cerca de empezar el camino que le puede llevar a estar tranquilo consigo mismo. Sin embargo, a las personas les aterra la monotonía tanto como el silencio o la soledad. Porque nos enfrenta a nosotros mismo en un duelo que podríamos llamar fratricida. Nosotros contra nuestro Yo interno, que en realidad es nuestro cerebro contra nosotros mismos. El "yo", que juego ha dado en el pensamiento moderno. Pero yo no hablo de ese "yo", sino del otro Yo (mayúsculas). Sí, hay otro Yo, que suele ocultarse tras el "yo", que hace que nuestro primer yo, el personal, suene a egoísmo o egolatría si abusamos de él. Nuestro cerebro, ya lo he dicho en otras ocasiones, nos confunde; como la noche. Y fulgurante, esa noche, cae sobre nuestros pensamientos, que se pierden en una profunda y oscura niebla que nos nubla la razón. Así es como el tiempo da una vuelta de tuerca más, ocultando los días uno tras otro, mientras nuestro otro Yo hace caso omiso a nuestra necesidad de avanzar hacia la indefinible felicidad. Que no es una luz blanca. Ni siquiera una luz. El otro Yo vendría a ser una especie de cuarta dimensión, la que nos hace envejecer sin que nos hagamos preguntas. Y solamente, cuando el tiempo pasa como un rayo delante de nuestros ojos, podemos darnos cuenta de que existe ese tercer Yo, que al hacerle preguntas, nos da a entender cual es nuestro camino.